Teide

El Teide, punto culminante de la dorsal que recorre longitudinalmente la isla de Tenerife, se levanta desde los 3.000 metros de profundidad del fondo marino hasta alcanzar el techo del Estado español, a 3.718 metros, paradójicamente en medio del océano.
La isla queda partida en la vertiente septentrional, que retiene los vientos húmedos del norte, y la meridional, que al abrigo de la pared volcánica muestra el matiz desértico que corresponde a su latitud, en la misma franja que el desierto del Sahara. Así, un bello mosaico de microclimas se torna exhibición de biodiversidad en un palmo de terreno. Las coladas de lava recorren el paisaje en todas direcciones, las rocas muestran formas fantasmagóricas al solidificarse, y toda la isla se ve salpicada por conos volcánicos en continuos procesos erosivos y eruptivos.
Resulta maravilloso ver las cicatrices que dejó el Teide al reventar hace doscientos años, o cómo la vegetación coloniza las tierras imposibles de lavas. La arena de la playa traída por el viento se posa en grietas y crea una pequeña esperanza de vida, las plantas multiplican sus procesos reproductivos para aumentar la probabilidad de germinación, y poco a poco se desarrollan matorrales agazapados del viento, o bosques entre cuya vegetación aún se vislumbran los oscuros suelos rojos y negros.
Aquí se dan cita especies únicas en el mundo, cientos de endemismos que desaparecieron de Europa con las glaciaciones del Cuaternario, reductos de biodiversidad que son patrimonio de la Humanidad gracias al archipiélago canario.

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